El debate sobre las reformas políticas que plantea el Ejecutivo se superpone al sentimiento popular que quiere cerrar el Congreso. Controlado por el fujimorismo y sus íntimos, defiende a capa y espada a los corruptos. 

La persistente protección a un fiscal cuyos delitos están filmados y grabados, vistos por todos, provoca la indignación general. Cuando los guardaespaldas de la podredumbre se rasgan las vestiduras, quedan en ridículo ante la abrumadora evidencia.

Las propuestas del gobierno tampoco dan en el clavo. Poco explicadas, deshilvanadas, prometen más de lo que podrían corregir. De la docena de proyectos iniciales, los que pretenden reforzar el presidencialismo de la Carta del 93, acabaron por diferirse. Nadie entiende porqué quieren mayor poder para el presidente a partir del 2021. La historia prueba que tal cosa deviene inevitablemente en el autoritarismo en menoscabo de la democracia.

Incluso las que suponen mayor injerencia en la vida de los partidos demuestran más bien escasa experiencia política de los proponentes. El extremo de pretender que se aprueben como úkase palaciego, confunde más. Dan la impresión que nadie les explica el sistema constitucional.

El divorcio con las necesidades que angustian a las mayorías es patente. Treinta años de aplicación del modelo neoliberal revelan que los desequilibrios fundamentales siguen no solo pendientes sino que en muchos casos se ha retrocedido.

Con ocho millones de peruanos en la pobreza, el ritmo de crecimiento no permitirá reducirla al 10% para el Bicentenario, como se pensó en algún momento. En el Índice de Desarrollo Humano andamos en el puesto 89 sin mayores progresos. La baja calidad de los servicios públicos es pavorosa, por más que se hayan extendido.

El predominio de las economías ilegales o abiertamente delictivas, en el tráfico de drogas, minería ilegal, contrabando, explotación de recursos naturales, servicios, es abrumador. Buena parte del sector formal gana dinero sirviéndose de ellas.

Un reciente estudio del profesor Germán Alarco demuestra con claridad como la desigualdad acaba siendo el mayor problema de la sociedad peruana. Además de la inseguridad ciudadana y el desasosiego frente a la corrupción generalizada.

Encima la plutocracia que todavía no entiende que debería convertirse en una burguesía moderna. Insiste en recortar los derechos sociales que apenas alcanzan al 20% de la PEA en aras de la “competitividad”, o sea de multiplicar sus ingresos, que sin mayor control siguen aumentando.

El dogma privatista impuesto desde la dictadura de los 90 permanece intocable, no entra en ningún criterio de reforma oficial. La crisis alimenta no solo descontento sino un creciente resentimiento en vastos sectores maltratados por el “modelo”