LA DIFÍCIL CONSTRUCCIÓN DE LA COMUNIDAD POLÍTICA
La democracia en el Perú tiene dificultades serias para consolidarse. La precariedad de las instituciones públicas es la expresión de esta situación que se debe al hecho de que no se ha afirmado un discurso consistente, que se traduzca en el consenso social necesario para construir una comunidad política democrática, sobre la base de una pluralidad de partidos.
La razón de esta situación se encuentra en el conflicto no resuelto entre discursos antagónicos a la propuesta democrática; o de otros que sin estar plenamente concientes de ello, no contribuyen a su consolidación.
El análisis plantea un repaso de los discursos contrarios al proyecto democrático y de aquellos que no ayudan a darle consistencia por sus propias carencias, lo que hace necesario revisar el contenido de los discursos autoritarios y de otras propuestas ideológicas, presentes en el debate nacional. Para ello se proponen elementos conceptuales que contribuyan a la construcción de la democracia social, que debe sostenerse en los derechos plenos de los ciudadanos y en la pluralidad de partidos, como pilares de la comunidad política.
Como temas principales, trataremos los siguientes:
a.- La evolución de los conceptos
b.- El discurso autoritario y sus expresiones dictatoriales
c.- El discurso fascista, una sombra del pasado
d.- El discurso totalitario de Sendero Luminoso
e- Indigenismo y multiculturalidad
f.- El neoliberalismo autoritario
g.- El izquierdismo sindical y político
h.- ¿Democracia representativa versus democracia participativa?
i.—La comunidad política como democracia social
La evolución de los conceptos
El esfuerzo de precisar las dificultades que se encaran en la construcción de la sociedad política en el Perú contemporáneo, nos lleva a revisar la evolución de conceptos como democracia, ciudadanía y sociedad.
En la Grecia antigua el concepto básico es el de polis, entendida como una koinonía politiké, como una comunidad política que precede e incluye la existencia del polites, que luego los romanos llamarían el civis. En esta noción el todo da origen a las partes y no al revés. La polis, la comunidad, lo es todo y a ella sirve el ciudadano. La polis es la vida en común, basada en la igualdad (isos) y en la armonía (symphonía).
La democracia nace de la polis ateniense, el poder del pueblo. Una serie de reformas de Solón a Clístenes, hasta Efialtes, en la época de Pericles (siglo V a.C.) consagran las normas que permiten el funcionamiento de la ekklesía, la asamblea de todos los ciudadanos que alcanzan a serlo, que colectiva, regular y masivamente decidían sobre todos los aspectos de la marcha de la comunidad.
La idea de lo que es común como expresión de la vida pública, se sustenta en el reconocimiento de la igualdad ante las normas, la isonomía, que reconocía a todos los ciudadanos como iguales y permitía que los cargos se designen por sorteo. Sabemos por Tucídides y los filósofos, que esto funcionaba porque practicaban la virtud, la areté y porque querían vivir bien. Por tanto se trataba de aportar de la mejor manera para contribuir al bien común.
Una de las paradojas de la Grecia clásica es que no han sobrevivido los escritos de los defensores de la democracia. Los argumentos de los sofistas, en particular de Protágoras, los conocemos por los Diálogos de Platón, opuesto al poder popular que consideraba degenerado. En esta posición influyó de manera decisiva la condena a muerte de su maestro Sócrates, contrario al poder popular. La posición de Platón no se limitaba a rechazar la democracia sino que en su percepción del poder todas las formas reales eran degeneradas, cada una peor que la anterior. Los hombres no conseguían reproducir el modo adecuado de gobernarse, que permanecía en el mundo de la idea. Aristóteles tampoco se inclinaba por la democracia pero tenía una posición más moderada. Su tesis de que el buen gobierno resulta de una mezcla donde los mejores lo hacen con el apoyo de la mayoría y que debe sustentarse en aquellos que no sean ni tan ricos ni tan pobres, esto es en la clase media, es la primera formulación que vincula el poder con un sustento social determinado.
Los sofistas postularon que el arte de gobernar podía enseñarse y se dedicaron a ser maestros de virtud, por lo que propugnaron la educación gratuita. La democracia ateniense cayó cuando la libertad se convirtió en licencia y los demagogos le abrieron el paso a la tiranía. De ese modo, la democracia devino en una mala palabra durante siglos y se le asociaba con la experiencia frustrada del autogobierno de una pequeña comunidad. Entonces no existía la sociedad como concepto diferente a la comunidad. Por eso es que el que no participaba en la polis era el idion, esto es, el idiota. El criterio que explica la relación con el poder es de horizontalidad: los iguales deciden sobre todo, entre ellos.
La civilis societas surge con la República romana que enriquece el zoon politikon aristotélico y lo extiende al sociale animal de Séneca. Sigue siendo la cosa común pero el desarrollo territorial, el crecimiento geográfico y una economía más compleja, promueven intereses diversos que exigen normas más precisas para garantizar la vida social. Por eso el gran aporte de Roma a la civilización fue el derecho, que le permite a Cicerón definir al pueblo como “coetus humanae multitudinis iuri consensu et concordi communione sociatus”. Esto es, el agregado social que se reconoce por su respeto a la ley que norma su comportamiento.
La evolución de la política y la ciudadanía es cortada con la caída del imperio romano en el siglo V y la consiguiente entronización del cristianismo en la Europa medieval. La religión se impone como el eje central de la existencia social. El propio concepto de la política como la relación entre gobernantes y gobernados que Aristóteles había definido, desaparece. El poder se entiende en sentido negativo, como el instrumento para evitar que los hombres desborden sus pasiones. La fuerza es usada para que sean conducidos por el camino de la salvación, como sostiene Isidoro de Sevilla. El terror de la espada de los gobernantes es sacralizado, perdiéndose los límites entre el buen gobierno y la tiranía. El cristianismo medieval justifica la división social del feudalismo como algo natural.
La política logra su autonomía en el Renacimiento. Nicolás Maquiavelo va a ser el primero que usa en su sentido actual la palabra Estado y aparece la estructuración jerárquica, la idea de la verticalidad en la organización y el ejercicio del poder. Al conseguir su autonomía, se distingue de la moral y a la religión; se independiza porque tiene sus propias leyes y se convierte en autosuficiente, pues se explica por sí misma.Vuelve a tener vigencia cuando profundas transformaciones anuncian el nacimiento de un nuevo mundo. Se inicia la globalización, aparecen los estados absolutos sustentados en la noción de soberanía y la reforma protestante individualiza la religión.
La otra idea que evoluciona es la de sociedad. Hasta en la Europa de los siglos XVI y XVII, por debajo del gobierno político existe un gobierno doméstico. Recordemos la frase inicial de Los seis libros de la República de Juan Bodino, de 1576: “Republicae est familarum rerumque inter ipsas summa potestas ac ratione moderata multitudo” (La República es el recto gobierno de varias familias y de lo que les es común, con poder soberano).
El contrato social que postula Thomas Hobbes en el Leviatán (1651) se da entre los padres de familia que deciden mediante la transferencia recíproca de derechos, crear la sociedad política. Es recién con John Locke que se descubre la sociedad, como el espacio que permite la convivencia pacífica entre los hombres a partir del mutuo reconocimiento de derechos fundamentales.
Influye de manera decisiva para que la definición de sociedad se afiance, la aparición de la economía como una esfera distinta, con sus propios mecanismos de funcionamiento. La escuela de la Ilustración escocesa establece que la economía es diferente de la política lo que repercute en la autonomía de la sociedad.
La palabra política dejó de usarse casi tanto tiempo como sucedió con la democracia y sólo vuelve a ser mencionada por Altusio en 1603 y por Benito de Spinoza en su Tractatus Politicus de 1677. Al volverse más densas las sociedades humanas, el poder adquiere una estructura vertical. En el siglo XX, con la entrada de las masas en la política, se democratiza. Así el poder político se universaliza, lo que permite que sus decisiones legítimas alcancen a todos. Tiene que aplicar el principio de inclusividad a fin de que en las decisiones se recojan los intereses del conjunto y el de exclusividad, que le permite el monopolio de las armas y el impedimento de que surjan otros grupos armados.
Las grandes revoluciones liberales de los siglos XVII y XVIII, en Europa y en América, le dan una dimensión superior a la idea de la sociedad política. Los ingleses tuvieron su siglo de la revolución entre 1640 y la revolución gloriosa de 1688, que culmina con la limitación de la monarquía por el Parlamento. La representación del pueblo le va a imponer límites nítidos al poder real y desde entonces el poder queda dividido. La revolución de la independencia de las colonias británicas del norte de América da un paso decisivo. Por primera vez en la historia de la humanidad una sociedad decide organizarse a partir de un texto constitucional, cuyos fundamentos son buscados en los valores de la cultura grecorromana. En ese histórico documento se establecen los principios de la organización del poder y los derechos del ciudadano.
La Constitución de los Estados Unidos de América es desde 1789, la expresión de la voluntad de la sociedad norteamericana de organizarse como república. Las condiciones del imperio británico que colonizó ese territorio tienen que ver con que en su seno alumbraba la revolución burguesa. La organización administrativa en las llamadas provincias corporativas, combina el poder político con el interés de los emprendedores. Así, los colonos participan en las decisiones reunidos en asambleas, lo que permite crear el clima que germinó las ideas republicanas y democráticas.
La francesa cerró el ciclo de las grandes revoluciones con su Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Sus dos constituciones, en 1791 y 1793 postularon los principios liberales de dividir y limitar el poder. El curso accidentado de las guerras napoleónicas contra la reacción europea y la restauración conservadora no impidieron el esfuerzo perenne de los republicanos franceses por restaurar los principios de la revolución de 1789.
El hecho de que existan sociedades que se organicen sobre la base de textos escritos, que las fundan, es un referente fundamental. Se trata de la voluntad conciente por organizarse y establecer las normas que garanticen la convivencia pacífica. Para hacer esto factible, hay que reconocer los derechos de los ciudadanos y crear una estructura política que los proteja. El Estado debe contribuir al bien común, garantizar los derechos esenciales y permitir la solución en paz de los conflictos.
El discurso autoritario y sus expresiones dictatoriales
En el Perú la revolución liberal nos llega bajo el influjo de la Constitución de Cádiz de 1812, que reclamó la soberanía para el pueblo ante la invasión francesa. Bonaparte quería acabar con las monarquías absolutas en Europa y en España consiguió una respuesta paradójica. Los patriotas proclamaron la soberanía popular, reconocieron como ciudadanos a los españoles de América y sometieron a consulta una Constitución basada en los principios liberales. Allí se inició la gesta independentista de las colonias del Nuevo Mundo.
Si bien las élites americanas estaban empapadas con las doctrinas revolucionarias, la dimensión de las luchas independentistas fue diferente de región en región. El Perú no fue tierra propicia quizás porque se había prolongado demasiado tiempo lo que Bodino calificó como la monarquía despótica que Carlos V había impuesto sobre el antiguo reino de los Incas. Este despotismo colonial, marcadamente teocrático, reforzado por el monopolio mercantil y las encomiendas feudales, cerró las puertas a las ideas republicanas y liberales. La propia gesta de Túpac Amaru era al inicio un reclamo para la recta aplicación de la justicia imperial.
Los europeos que no admitían el despotismo entre ellos, fueron capaces de imponerlo en ultramar. Esta es una categoría muy importante de entender, poco usada por la historia oficial, que nos permite comprender porqué en el Perú no hubo un terreno fértil para la prédica revolucionaria, como si existió en la Nueva España, en Buenos Aires o en Caracas.
El despotismo teocrático y la servidumbre feudal que trajo el colonialismo español durante casi tres siglos no favorecieron la difusión de las ideas liberales. Esto no quiere decir que no existiesen núcleos que estuviesen al tanto de las transformaciones, pero la posibilidad de que conecten con una base social era muy escasa. El feudalismo colonial, el peso absorbente del catolicismo de la contrarreforma que había terminado por parecerse al del medioevo pre renacentista, asfixiaba cualquier tendencia libertaria.
El territorio peruano fue el último campo de batalla de la independencia de la América española. Los ejércitos libertadores tuvieron que venir de Caracas y el Río de la Plata para acabar con la colonia. El virrey Abascal sometió a la consulta de los cabildos la Carta de Cádiz y si bien la respuesta fue positiva, ello no dio lugar a grandes levantamientos. Fernando VII recupera el poder absoluto al grito de ¡vivan las cadenas! y sofoca los escasos arrestos anticoloniales de las élites peruanas.
La iniciación del Estado independiente quiso hacerse con una Constitución, que se discutió y redactó bajo los principios del liberalismo republicano por una brillante representación de diputados. Nunca se aplicó por que el jefe militar José de la Riva Agüero y Sánchez Boquete exigió todo el poder para quienes hacía la guerra. Así terminó ese primer intento y cada vez que quiso ser retomado, el curso del esfuerzo republicano fue complicado.
La pregunta a responder es porqué sucede algo así. Durante casi dos siglos se intenta articular la sociedad política sobre principios constitucionales sin conseguirlo. Los libertadores se propusieron fundar la comunidad política como sociedad de ciudadanos, como nación cívica, en la cual todos los peruanos en edad de serlo fuesen reconocidos como iguales. El sufragio universal debía dar realidad a tal propósito. Lo que pasó con nuestra primera Carta queda como una especie de maldición histórica que se ha prolongado en el curso del tiempo. El propósito de una élite de políticos liberales de fundar la casa común sobre normas básicas no duró ni un día.
Diversas son las causas que explican esta primera gran frustración. La independencia peruana no fue el resultado de un proceso endógeno quizás porque aún subsistían los efectos de la gran derrota del alzamiento de Túpac Amaru producido en 1781. El caudillo cusqueño no tuvo un proyecto claro de liberación nacional. Quería restaurar la justicia del monarca contra los abusos de sus representantes. Nunca objetó el despotismo ilustrado de Carlos III ni reveló que hubiese bebido de fuentes liberales. Sólo quería restaurar la autoridad que un mal ejercicio había menoscabado.
La envergadura del movimiento que desató sobrepasó sus intenciones iniciales y de haber durado un tiempo más, probablemente hubiese alcanzado otra dimensión. El germen anticolonial estaba en la superficie. No era tampoco el primer movimiento que se formaba en esta región como lo comprueban los comuneros de Nueva Granada. Si bien eran tiempos de cambio como lo anunció la revolución norteamericana, vista con beneplácito por los Borbones, estos no podían permitir que algo ni remotamente parecido sucediese en sus dominios.
El movimiento de José Gabriel Condorcanqui despertó tendencias autonomistas, lo confirman la fuerza y la ferocidad de la rebelión de Túpac Katari, cuyo radicalismo antihispánico y el racismo que la caracterizan hizo temblar a la Corona. La represión fue feroz y ello aletargó la lucha por la libertad.
En el primer período constitucional del Perú, entre 1823 y 1834, se enfrentan dos tendencias, los liberales y los autoritarios. Aquellos quieren reproducir el diseño estatal de las grandes revoluciones del siglo XVIII, que llegó mediante la Constitución de Cádiz. Implantar la soberanía popular, dividir el poder del Estado, reconocer libertades civiles y políticas, era la propuesta, que extendía la ciudadanía a todos los peruanos mayores de 21 años e incluso reconocía a las fuerzas armadas conformada por ciudadanos de plenos derechos.
Puede argumentarse que el proyecto liberal no iba acompañado de un cambio social y que al permanecer la abrumadora mayoría de la población sujeta a relaciones serviles en la tierra, en las minas y en los obrajes, nunca se formó el piso social que permitiese el ejercicio de la ciudadanía activa. San Martín le extendió carta de ciudadanía a los indígenas y Bolívar disolvió las comunidades para facilitar el desarrollo del mercado, pero ninguna de esas medidas tuvo eco suficiente porque las masas feudalizadas, sujetas al modo de vida del catolicismo medieval, desconocían que tenían derechos. La pesada herencia cultural que los había hecho pasar del despotismo incaico al despotismo colonial estaba demasiado arraigada como para ser superada por la proclama liberal del primer congreso republicano. La conversión del indio colonial en indígena republicano, quedo como una tarea pendiente, sujeta a la confrontación con el conservadurismo racista dw loa herederos de la Contrarreforma.
Este país de “oro y esclavos” como lo había definido con clarividencia el Libertador Bolívar, era pues un serio obstáculo para cualquier proyecto de cambio. En este período los debates por la forma de gobierno no están resueltos en el seno mismo de las corrientes patrióticas. La discusión entre los Libertadores era intensa sobre si convenía o no una monarquía constitucional con un príncipe traído de Europa. La polémica se zanjó con la dura actitud del caraqueño en Guayaquil que le increpó a San Martín que sería su general si él se proclamase rey, pero que “recoger y traer basura de la calle era inadmisible”.
Para ser justos, los puntos de vista no eran en el fondo tan encontrados pues la filosofía liberal definía entonces como la mejor forma de republicanismo a la monarquía, como señalaba el propio Immanuel Kant. En ese entonces el republicanismo y la democracia eran no sólo corrientes distintas sino antagónicas. Desde otra perspectiva, los federalistas norteamericanos pusieron en la agenda la confrontación, temerosos de que las mayorías democráticas debilitasen el nuevo edificio republicano. De allí la idea de los pesos y contrapesos en la división de poderes y el presidencialismo como expresión de una autoridad fuerte en ese contexto.
Puede reinterpretarse aquél debate como el sostenido entre dos variantes del republicanismo, el monárquico constitucional y el presidencialismo fuerte. En 1826 Bolívar quiso imponer, en Bolivia y en el Perú, un modelo de organización del Estado copiado del consulado napoleónico con una presidencia vitalicia.
La siguiente propuesta, en 1828, está animada por los mismos propósitos de la Carta de 1823 aunque sin los extremos parlamentaristas y democráticos de aquella. Se introduce definitivamente la institución del presidente de la República en reemplazo de la junta colegiada de gobierno y se elimina el carácter ciudadano de las fuerzas armadas. Para poder llevar a la práctica, sus proponentes, el mismo núcleo liberal del Congreso de 1822, tiene que buscar un militar que concuerde con sus ideas. No se atreven a que un civil gobierne, porque se saben sin fuerza. La maniobra dura poco porque aparece Agustín Gamarra, un caudillo militar de definida vocación autoritaria.
Gamarra sintetiza el choque frontal de la concepción autoritaria con el liberalismo. No le interesa en absoluto el respeto a la Carta Magna, que considera un conjunto “vicioso, imperfecto e inverificable”. Le molesta cualquier atisbo de fiscalización parlamentaria sobre el ejercicio del poder y no tolera la práctica ciudadana de las libertades.
El gamarrismo, además de que es nacionalista hasta la autarquía en economía, deja una huella indeleble. Allí se perfilan los rasgos que moldean el proyecto autoritario y conservador a lo largo del tiempo. Está abiertamente en contra de la división de poderes. Reclama un ejecutivo fuerte, autoritario y concentrado en la figura del presidente de la República. Desprecia las normas que quieren limitar el ejercicio cotidiano del poder sin tapujos. Francisco de Paula González Vigil, el gran liberal tacneño, lo encara en el Congreso y lo acusa, en una muestra de que el espíritu cívico del republicanismo no temía enfrentarse a la arbitrariedad del caudillo militar.
Lo que pasó con ese debate es premonitorio. La poderosa oratoria de Vigil tiene razones contundentes que demuestran la violación de la constitución y la ley pero la mayoría no se atreve a respaldarlo y Gamarra se consolida. La visión de la mano dura que concentra el poder se traduce en la Constitución de Huancayo, de 1839. El esquema que impone Gamarra en la Convención constituyente es típico. Una mayoría sumisa asegura que el debate sea breve. No hay mucho que discutir, se trata de consagrar el poder del hombre fuerte.
Las dos primeras décadas de la naciente República dejan ver los límites del liberalismo y el triunfo del autoritarismo bajo la forma del caudillismo militar. Aunque no se consigue la estabilidad política ni siquiera bajo la fórmula del hombre fuerte por los enfrentamientos sucesivos entre los militares, sus guerras y ambiciones traban la construcción de la sociedad política.
El autoritarismo subsiste en diversas formas a lo largo del siglo XIX siempre enfrentado a las corrientes liberales. Se disfraza cuando las circunstancias hacen inevitable el ordenamiento del Estado con la Constitución de 1860. La transacción entre liberales y conservadores permitió que se convierta en un referente durante seis décadas, restableciéndose en dos ocasiones.
El militarismo caudillista de viejo cuño fue modificándose por la inevitable profesionalización de las fuerzas armadas. Durante 35 años, desde Piérola hasta el golpe del comandante Sánchez Cerro contra Leguía, desapareció del ejercicio directo del poder, salvo el golpe de Benavides contra Billinghurst..
Desde 1930 hasta el final del siglo XX, volvió a convertirse en una fuerza gravitante. Siete militares ocupan directamente la presidencia de la República con lo que impiden la vigencia de la Constitución de 1933, que subsiste formalmente hasta 1980. En ese período otro gobierno civil, el de Manuel Prado entre 1939 y 1945, ejerce el mando de forma autoritaria y excluyente. En la última década del siglo, Alberto Fujimori da un golpe de estado con apoyo de las fuerzas armadas, que disuelve el Congreso y los gobiernos regionales, interviene el Poder Judicial y el Tribunal de Garantías Constitucionales.
Hasta el propósito de cambio social del régimen velasquista, el esquema autoritario se mantiene en esencia. Se prohíben o se restringen las libertades civiles y políticas; la existencia de los partidos y los sindicatos; se domestican o se anulan los parlamentos; se descarta la descentralización y la autonomía de los gobiernos subnacionales. En definitiva, el factor de poder más importante a lo largo del siglo XX, es el de las fuerzas armadas.
La relación entre los gobiernos autoritarios y la existencia del Congreso de la República, está siempre marcada por la idea de subordinar el Parlamento a los designios del poder Ejecutivo. Cuando no es posible, las dictaduras lo clausuran.
El Congreso Constituyente de 1931 perdió casi inmediatamente su carácter plural cuando Sánchez Cerro ordena la detención y expulsión de la primera célula parlamentaria aprista. Pese a ello, siguió funcionando y hasta promulgó la Constitución. Prorrogó su mandato bajo la dictadura del general Oscar Benavides. En 1939 el Partido Aprista no pudo presentar listas propias pues estaba ilegalizado constitucionalmente por la aplicación del artículo 53 de la Carta de 1933. En 1945 la movilización democrática permitió el triunfo del candidato del Frente Democrático Nacional, Luis Bustamante y Rivero, que contó en sus listas parlamentarias con representantes apristas.
Entre 1948 y 1950, la dictadura del general Manuel Odría suprimió el Poder Legislativo. Cuando fueron convocadas las elecciones que pretendían legitimarlo, su candidatura resultó la única posible, al igual que su lista parlamentaria. El Congreso que funcionó hasta 1956 era un simple apéndice de la dictadura.
La junta militar que derrocó a Manuel Prado al final de su período, en 1962, no necesitó de parlamento. El más largo episodio sin que funcione la representación nacional durante el siglo XX, se produjo durante los doce años de los gobiernos militares de Juan Velasco Alvarado y Francisco Morales Bermúdez. El “gobierno revolucionario de las Fuerzas Armadas” tenía definido el criterio de que la institución parlamentaria, expresión fundamental de la soberanía popular y del autogobierno, era cancelada por su proyecto dictatorial.
Los militares del periodo 1968-1980 no asumieron en ningún momento como propuesta del orden político la existencia de los partidos y del parlamento. Elaboraron en reemplazo, una deleznable tesis del “no partido” y quisieron disfrazar su iniciativa como una forma participativa de democracia, sin derecho al sufragio, sin elecciones, sin partidos, sin órganos de autogobierno que expresen el poder popular.
Fujimori pretendió imponer algo parecido en los primeros meses del golpe de abril de 1992, pero luego desistió ante la presión internacional. Se vio obligado a convocar un congreso constituyente, boicoteado por la mayoría de partidos democráticos y a tolerar la existencia del Poder Legislativo en sus siguientes períodos. Su visión autoritaria y antidemocrática la exhibió desde su discurso golpista. Disolvió el Congreso porque no podía imaginar que este no aprobase a rajatabla las leyes de emergencia que proponía. Anunció su hartazgo ante la exigencia de diálogo que los partidos democráticos le planteaban, como es normal en cualquier democracia representativa.
Este comportamiento del pensamiento autoritario frente a la existencia de los parlamentos ha traído como consecuencia que:
- no se establezca el equilibrio de poderes
- no se asuma como un rasgo elemental de la sociedad política la responsabilidad de los gobernantes ante la representación nacional.
- no se consolide un sistema de partidos políticos y que, por tanto
-no existan las condiciones para que algo parecido a una “clase política” se afiance.
Por el contrario, la representación popular ha estado siempre bajo amenaza de ser intervenida por la fuerza, como ocurrió en 1932,1948,1962,1968 y 1992.
El modelo que imprimió el gamarrismo en el siglo XIX trae otro componente significativo, que tiene que ver con el rechazo a los gobiernos subnacionales. Su existencia se percibe como una amenaza para la concentración del poder. Durante el siglo XIX las juntas departamentales no lograron organizarse y los concejos departamentales incluidos en el texto de 1933 jamás fueron aplicados. Es recién con la Constitución de 1979 que se aprueba una fórmula efectiva de regionalización del país, que empezó a cristalizarse en 1989 pero fue abruptamente cancelada por el golpe fujimorista de 1992. Las elecciones municipales sólo se restablecieron tras 140 años de vida republicana, en 1963, aunque volvieron a ser interrumpidas por los militares en 1969. Desde 1980 han podido realizarse sin impedimento.
El militarismo, componente principal del pensamiento autoritario, es uno de los grandes obstáculos que por décadas ha impedido la construcción de la sociedad política. A ello ha contribuido la definición de las Fuerzas Armadas como “fuerzas tutelares”, recogida en la Constitución de 1933 como herencia de la constitución fascista de Primo de Rivera en la España de los años veinte. Este concepto se encuentra bastante arraigado en diversos sectores de la sociedad peruana y es uno de los temas claves que conciente o inconcientemente, el autoritarismo difunde cada vez que tiene ocasión.
Esta noción del viejo derecho romano para proteger a los menores de edad, desliza la idea de que los ciudadanos peruanos son inmaduros para decidir sobre su destino y ejercer el poder adecuadamente. Deben ser por tanto protegidos, supervisados permanentemente y de darse el caso, salvados de su propia incapacidad por el golpe militar. El supuesto carácter “tutelar” hace que sea una doctrina aceptada la preparación permanente de las Fuerzas Armadas para ejercer el poder, cuando sea necesario.
Esta concepción reaccionaria dificulta que la sociedad peruana asuma con claridad que la soberanía popular, por principio, es el poder supremo. No sólo no necesita tutela alguna, sino que, al revés, la fuerza armada es una institución subordinada a los principios del Estado democrático.
La corriente autoritaria sobrevive en importantes sectores de la población como el recurso a la mano dura, al hombre fuerte, como la única forma de poner fin al desorden. El militarismo ha impregnado aspectos de la vida cotidiana hasta en la educación escolar. La cultura del diálogo es despreciada por la oferta de la corrección inmediata de los problemas que el autoritarismo ofrece. El combate a esta forma de ver las cosas es una tarea permanente en la política peruana.
El discurso fascista, una sombra del pasado
La influencia del fascismo europeo en el pensamiento autoritario peruano es dejada de lado en los análisis políticos por diversas razones. La más importante sin duda, tiene que ver con la derrota del nazi fascismo en la II Guerra Mundial y el reacomodo posterior de sus adherentes. Ello no obsta para subrayar que entre 1930 y 1945, el fascismo tuvo una fuerte influencia en el Perú y que incluso llegó a organizarse un partido de masas, la Unión Revolucionaria, tras las banderas de esa ideología.
José Ignacio López Soria en un notable ensayo titulado “El pensamiento fascista”[1] publicado hace casi un cuarto de siglo, plantea que en los años treinta hubo tres componentes del fascismo de acuerdo a su origen de clase: el aristocrático, el mesocrático y el popular.
Paladín de la variante aristocrática es el escritor José de la Riva Agüero. Brillante prosista, este intelectual que se adhiere al catolicismo tradicional, propone una suerte de sobrevivencia de la tradición señorial en el discurso que Benito Mussolini ofrece desde Italia. Pretende enfrentar la demanda de las masas por sus derechos, que califica como “barbarie” con la alternativa “civilizada” del orden autoritario. Riva Agüero era un hombre que sabía unir la palabra a la acción. No dudó en apoyar a Sánchez Cerro para ser luego ministro del general Oscar Benavides.
Sánchez Cerro, un militarista de viejo cuño, que había visto el nacimiento del fenómeno fascista en la caótica Europa de la postguerra formó la Unión Revolucionaria (UR), a raíz del golpe con el que derrocó al oncenio dictatorial de Augusto B. Leguía. De esa forma se propuso canalizar la desesperación de las masas por los efectos de la crisis mundial del capitalismo de 1929, para las elecciones de 1931.
La plutocracia costeña, nacida de los negociados del guano, aún en sus sectores más modernos que intentaron enlazarse con el capital imperialista bajo Leguía, quedó de pronto desamparada con la caída de ese gobierno. El peligro palpable era que los movimientos sociales que habían surgido entre 1918 y 1923, en la lucha por las ocho horas, en la reforma universitaria, en las demostraciones por la libertad de conciencia, se habían organizado ahora en fuerzas políticas autónomas. El Partido Socialista y el Partido Aprista aparecían como alternativas de una democracia radical de inspiración marxista, como fuerzas autónomas frente a los partidos oligárquicos.
El aprismo naciente se había convertido en la mayor amenaza, porque osó entrar, apenas fundado a la arena electoral. Su rápido arraigo de masas, en el que veía fructificar más de una década de acción social y debate intelectual de su generación fundadora, estremeció a las clases dominantes. Solo cabía enfrentarlos en su mismo terreno, con una respuesta lo suficientemente fuerte como para agitar a las masas.
La confrontación fue inevitable. La vieja derecha favoreció el triunfo electoral de la Unión Revolucionaria y a las pocas semanas de asumir el poder, Sánchez Cerro se convertía en dictador al expulsar a los parlamentarios apristas del Congreso.
Los intelectuales fascistas se sumaron al gesto y desarrollaron un intenso trabajo para unificar a las diversas vertientes que recogían ese discurso. Como apunta López Soria hubo un fascismo mesocrático que tuvo su expresión más clara en los militantes de la Acción Católica, en la Universidad Católica y en el colegio La Inmaculada. Raúl Ferrero Rebagliati fue su promotor más destacado y entre los nombres que surgen, está buena parte de la que luego sería la plana fundadora de la Democracia Cristiana. Su motivación principal era la de acabar con la anarquía que venía de abajo imponiendo el orden. Su conversión posterior a la democracia se vio facilitado porque preferían el orden legal antes que la violencia.
No era el caso de los que se alineaban con los métodos agresivos y violentos de la Unión Revolucionaria, un fascismo de masas que organizaba grupos armados para enfrentar a sus enemigos apristas y comunistas. Ideólogos como Carlos Miró Quesada Laos y otros miembros de la familia propietaria del diario El Comercio, respaldaban sin tapujos la represión violenta de las dictaduras de la época contra las organizaciones populares.
Si bien Sánchez Cerro demostró desde el inicio de su régimen que no tenía ningún proyecto democrático en mente, su partido no fue al principio claramente fascista. Su primer secretario general, Abelardo Solís, criticaba las ideas fascistas casi con tanta fuerza como la hacía con el comunismo, el leguiísmo y el imperialismo [2] . Si bien su máximo líder impuso una dictadura brutal, el perfil propiamente fascista se acentuó luego de su asesinato, cuando Luis A. Flores se asienta en su dirección. Ferozmente anticomunista y antiaprista, organiza grupos armados para perseguir a sus enemigos. Se calcula que hacia 1936 estos grupos tenían unos seis mil integrantes, cifra considerable si se señala que el ejército regular llegaba apenas a los diez mil efectivos [3]. Su peso era tal, que sus cuadros armados son entrenados por oficiales del ejército.
La UR organiza a sectores sociales empobrecidos en la ciudad y en el campo. Hizo un intenso trabajo entre mujeres pobres, marginales urbanos, yanaconas. Fundó un destacamento juvenil al que llamó la Legión Juvenil Fascista. Propició abiertamente la lucha armada contra las fuerzas de izquierda bajo la consigna de que fascismo significa “religiosidad, conservatismo y conducta derechista” [4].
La acción fascista estaba claramente respaldada por las grandes empresas nacionales y extranjeras. La International Petroleum Company era anunciante regular de “Acción”, periódico oficial del partido. Firmas como Klinge, Oechsle, Berckemeyer, Cánepa, el Banco Alemán, el Casino Pigalle, Panagra, la Compañía Ítalo Peruana de Seguros, las Empresas Eléctricas Asociadas, el Ferrocarril Central; respaldaban a la UR [5]. Los empresarios concluyeron que necesitaban un destacamento armado para enfrentar la intensa movilización social que promovían apristas y comunistas.
Un elemento que normalmente no es tomado en cuenta en el análisis político es la larga lista de intelectuales que en las décadas del treinta y del cuarenta del siglo pasado se identificaron con el fascismo. Muchos de ellos, tras la derrota de Hitler y Mussolini, aceptaron los mecanismos electorales y pasaron a militar en partidos de derecha o de centro derecha y otros sobrevivieron como colaboradores de dictaduras. López Soria cita una larga lista de nombres entre los que figuran, aparte del emblemático Carlos Miró Quesada, gentes como Aurelio Miró Quesada, César Miró, Raúl Ferrero Rebagliati, Guillermo Hoyos Osores, Carlos Sayán, los hermanos Pareja y Paz Soldán, E. Cipriani Vargas, Ernesto Alayza Grundy, Carlos Rodríguez Pastor, Pedro Benvenuto, Alzamora Valdés, César Arrospide, Pérez Araníbar, M. Cobián Elmore, Alfonso Tealdo, Víctor Andrés Belaúnde, Felipe Sassone, Jorge del Busto, Cristóbal de Losada y Puga, entre otros muchos.
No todos los señalados eran militantes de la UR y entre ellos existía un fuerte núcleo de la Acción Católica, interesados en formar una milicia universal de “Cristo Rey”, más bien en el esquema de las fuerzas conservadoras que se inspiraban en el franquismo español, una variante católica militante del fascismo europeo. La influencia de los grupos católicos conservadores de origen fascista, se extiende a lo largo del tiempo, por su notoria presencia en universidades, colegios, medios de comunicación y grupos empresariales, que cultivan y difunden la palabra de la jerarquía eclesiástica como un referente clave en la política cotidiana
El diario El Comercio fue siempre su baluarte principal, aunque tenían injerencia en otros dos diarios de gran influencia durante décadas, La Crónica y La Prensa. Si bien la UR se debilitó desde fines de los años cuarenta y finalmente se disolvió con la muerte en los años sesenta de su sempiterno secretario general, Luis A. Flores, el predominio de los círculos conservadores permaneció. Varios de ellos destacados intelectuales, han construido una visión reaccionaria de la historia peruana para justificar el autoritarismo como forma de gobierno.
José Pareja Paz Soldán, por ejemplo, está convencido de que hay un sedimento que viene desde los Incas, que transcurrió durante el despotismo colonial para continuar en la República, que hace que el Perú sólo pueda ser gobernado por caudillos fuertes y autoritarios. Cultores de la visión medieval que piensa que las dictaduras son una especie de castigo que el pueblo debe soportar por sus pecados, nunca han favorecido realmente la construcción de una sociedad democrática. Un sesgo interesante de este abogado constitucionalista es que encuentra la prolongación de esa tendencia en la institución del presidencialismo. Para él resulta vital que el poder se concentre en el jefe del ejecutivo.
Periclitada la Unión Revolucionaria que subsistió formalmente hasta la década del sesenta, los mentores intelectuales disimularon su antigua adhesión aunque algunos fueron fieles al franquismo hasta el final. Estas expresiones quedaron en la preocupación intelectual, cuyo esfuerzo iba dirigido a resaltar los valores hispanistas de la conquista y la colonia. Aunque hubo siempre pequeños grupos de extrema derecha, sobre todo provenientes del catolicismo conservador, no han tenido capacidad de transformarse en fuerza política.
En los últimos años entra en escena el movimiento de los hermanos Ollanta y Antauro Humala, oficiales del Ejército que tras levantarse en octubre del 2000 contra la dictadura de Fujimori, decidieron organizar un grupo político. Se definen como “etnocaceristas”, calificativo que expresa un proyecto nacionalista y racista (“la raza cobriza”) asociada a la figura del héroe de la guerra con Chile y ex presidente del Perú, Andrés Cáceres.
Ambos componentes ponen de manifiesto una ideología racista y conservadora, que se expresa en una organización militarizada, sustentada sobre todo en reservistas del Ejército. En la imaginación de ciertos sectores de la sociedad peruana, el indigenismo ha cultivado desde los años veinte la reivindicación del Imperio incaico. Está fuertemente enraizada la imagen de un imperio justo y poderoso, donde la gente vivía bien. Esta arcadia comunitarista fue destruida sin misericordia por la conquista española.
La figura del general Cáceres es rescatada por su heroica guerra de resistencia a la invasión chilena. Los “etnocaceristas” ocultan sin embargo su posterior trayectoria política conservadora en el ejercicio de la presidencia. Apenas asumió el mando ordenó la ejecución de sus lugartenientes campesinos en la resistencia chilena y tuvo que ver en la sangrienta represión que sofocó la rebelión de Atusparia. Su gobierno fue más bien favorable al dominio terrateniente y a los contratos entreguistas con el capital extranjero. Así lo demostró con el criticado acuerdo con la Grace, que le concedió la explotación de puertos, aduanas, minas, petróleo y ferrocarriles por más de sesenta años.
En la parafernalia de los “etnocaceristas”, al lado de sus posiciones comunitarias, hay símbolos de origen nazi y su discurso nacionalista hasta la xenofobia acentúa sus rasgos fascistas. El 1 de enero del 2005 toman por las armas la comisaría policial de Andahuaylas, en el sureste andino. La asonada demostró ser más que nada un acto propagandístico, tendiente a recuperar posiciones en la opinión pública, después de una marcada decadencia en los medios de comunicación. Los asaltantes asesinaron a cuatro policías que intentaron retomar la comisaría, pero a los tres días terminaron por rendirse, ante el cerco militar y el rechazo generalizado de la opinión pública.
Recuerda por momentos los orígenes del sanchezcerrismo aunque con un liderazgo poco articulado. La relación se encuentra en que tratan de generar apoyo social en sectores empobrecidos e indiferenciados de la población predispuestos a su discurso autoritario. Incluso no deja de ser anecdótico que su líder, el comandante Ollanta Humala fuese designado, al igual que el derrocado tirano, agregado militar en Paris.
Especie de fascismo popular, nacionalista, racista y militarista, ha demostrado hasta el momento severas limitaciones. No sólo por la debilidad de su liderazgo, sino porque estrecha su base de acción a la captación de reservistas del Ejército, a los que quiere convertir en “regeneradores” de la Fuerza Armada. Un pequeño grupo de altos oficiales que colaboraron con el velasquismo forma parte del proyecto, quizás atraídos por un obsoleto y desfasado sueño guerrerista, que se cultiva en las fuerzas armadas, de vengar la derrota sufrida ante Chile en 1879.
El discurso totalitario de Sendero Luminoso
El Partido Comunista Peruano fundado por Eudocio Ravinez en 1930, sufrió en los años sesenta una fuerte división, como resultado de la ruptura del movimiento comunista internacional entre soviéticos y chinos. Los grupos tributarios del pensamiento de Mao Tse tung se aglutinaron en la facción Bandera Roja, que al poco tiempo volvió a dividirse. El grupo que dirigía el comité regional de Ayacucho fue dando forma a lo que luego se conocería como Sendero Luminoso, consigna escogida inicialmente para la acción de sus grupos universitarios por parte de los comunistas huamanguinos.
El núcleo de profesores de la Universidad San Cristóbal de Huamanga que encabeza esta tendencia, se orienta pronto por un camino totalmente distinto al del resto de las facciones comunistas. Mientras los que se adhieren a la línea pro soviética e incluso los grupos de las juventudes maoístas, se inclinan por el tradicional esquema del trabajo entre las masas obreras y campesinas, los senderistas decidieron alzarse en armas en un plazo determinado.
Asumen entonces una línea política sin precedentes en la historia del comunismo peruano, que hace del terror el componente fundamental de su acción subversiva. SL creyó encarnar una auténtica “línea proletaria revolucionaria” que lo ubicaba a la vanguardia de la revolución mundial. Tal delirio mesiánico fue producto de su particular evaluación de que todas las demás organizaciones comunistas del planeta, tanto las que estaban en el poder como las que no, habían caído en severas “desviaciones” que negaban su fidelidad al marxismo leninismo.
Premunidos de estas definiciones, los senderistas se alzaron en armas contra el proceso electoral de 1980. Un par de años antes habían anunciado su rechazo a participar en la Asamblea Constituyente convocada para poner punto final a la larga dictadura militar iniciada en 1968. Pocos se percataron de tal decisión dada la insignificancia política del grupo, reducido a un mero activismo proselitista en pequeños núcleos universitarios y sindicales.
Con su ataque a la oficina electoral de Chuschi, una pequeña aldea ayacuchana en la víspera de las elecciones generales, anunció su nueva estrategia. Hasta la captura de Abimael Guzmán, su jefe e ideólogo, en setiembre de 1992, realizaron una intensa acción terrorista que causó miles de muertes. Sendero Luminoso fue la única fuerza política que entre 1978 y 1980 se alzó contra el proceso constituyente que se abría en el Perú. Cuando todas las fuerzas del espectro ideológico hicieron retroceder a los militares y decidieron refundar la república con la aprobación de una nueva Constitución, Sendero se lanzó a la acción terrorista.
No le interesaba en absoluto contribuir a la construcción de la comunidad política. Su objetivo era imponer la dictadura de su partido. Su ideología estaba compuesta por una mezcla de consignas maoístas con una interpretación de la historia peruana, que los llevaba a creer que desde épocas prehispánicas el poder sólo se sostenía mediante la violencia permanente. Dicha concepción los lleva a justificar la aplicación del terror para acelerar la destrucción del “podrido estado reaccionario” y como instrumento para encauzar a las masas por el camino de su revolución.
SL quería repetir el esquema de la lucha revolucionaria que los comunistas chinos desarrollaron hasta el triunfo de su revolución en 1949. El problema es que jamás comprendieron que la lucha armada es siempre un proceso político que evoluciona de acuerdo a las circunstancias y a las correlaciones de fuerzas en cada momento.
Sendero partió de otro punto de vista. Su dogmatismo convirtió la acción armada en factor determinante de su concepción de la política. Más cerca de Carl Schmitt que del marxismo, define la política por la oposición amigo-enemigo, donde el elemento que cualifica la antinomia es el enemigo [6], en una relación asimétrica. Guzmán convierte a sus adversarios de cualquier clase en enemigos mortales. Incluso las masas populares que en su ideología elemental deben apoyar su revolución, son castigadas hasta con la muerte si no entienden su propuesta. Aquí se acerca más a las viejas categorías del cristianismo medieval que creía que el poder político servía para corregir los pecados de los hombres y que mediante la espada debían ser conducidos por el camino de la salvación.
Guzmán en ningún momento tiene el propósito de construir una sociedad política democrática, plural y pacífica. Niega la democracia y la pluralidad. Es intolerante con todo aquel que no comulgue con sus ideas. SL quiere imponer su dictadura al costo que sea. Quizás el proyecto más próximo en la historia contemporánea haya sido la dictadura de Pol Pot en Camboya, cuyo primitivismo anticapitalista lo llevó a dinamitar los bancos y a vaciar las ciudades, cometiendo genocidio con centenares de miles de personas.
La forma como empezó su lucha armada es una clara demostración de su propósito anti democrático. Cuando la movilización social y política obligó a los militares a dejar el poder y se abrían las puertas para que sin limitación alguna se discutiera la refundación constitucional de la República, Sendero Luminoso se alzó para imponer su dictadura.
Cuando en una sociedad se da un debate constitucional, es un momento extraordinario, pues permite que se discutan las bases mismas sobre las que se va a diseñar la vida nacional. SL se lanzó contra ese momento histórico. Nada le impedía participar en la Constituyentes o en las elecciones generales, si así lo hubiese decidido, como sucedió con las demás fuerzas de inspiración marxista leninista. Al escoger el camino de la guerra y el terror, no se levantó contra una dictadura sino contra la libertad y la democracia.
La errada óptica de principio, de combatir abiertamente contra la democracia, le valió su aislamiento y su derrota final. Es cierto que causó temor por su implacable política terrorista, pero nunca logró apoyo popular. Su política de ajusticiamiento de poblaciones enteras que no se sumaban a su prédica, demostró su carácter antipopular.
Su proyecto de país, de organización económica y social es bastante simple. No tienen idea de cómo organizar realmente la administración del Estado. Su “programa” no pasa de ser un farragoso enredo de consignas, que solamente deja en claro que su objetivo es la implantación de una dictadura de partido único, bajo la presidencia de su líder. Resultó así la primera vez que el proyecto de una dictadura totalitaria desde abajo, se expresó con tanta fuerza en la política peruana.
Entender correctamente a SL es vital para aislarlo y derrotarlo, dado su carácter de enemigo declarado de la comunidad plural. Desde el punto de vista de la construcción de la comunidad política democrática, es imposible convivir con posiciones que buscan destruir la democracia. La actuación de SL nos pone en el viejo dilema de John Locke en sus Ensayo y Carta sobre la tolerancia, en los que establece que el límite de la tolerancia es la intolerancia [7]. Es decir, SL se define como una fuerza contraria a las libertades civiles y políticas, como enemiga de los derechos fundamentales, en nombre de su ideología totalitaria.
Con una identidad ideológica de esa naturaleza, contraria a la libertad, es imposible convivencia alguna. Por eso es que yerran aquellos que desde una visión compasiva, proponen la “reconciliación después de la violencia” sin precisar que ello sólo es posible a partir de la condena y la renuncia explícita del proyecto totalitario del senderismo, que incluye por cierto la aceptación de la sanción por el crimen cometido.
Indigenismo y multiculturalidad
El indigenismo es un tema vigente desde mediados del siglo XIX en los debates sobre la nación peruana. El concepto mismo de nación aparece para la mayoría de las corrientes de pensamiento sobre el Perú, como difícil de resolver pues no logra identificarse con claridad la sociedad que lo sustenta. Desde diversos puntos de vista, predomina la idea de nación como comunidad lingüística cultural, en la que el componente étnico es fundamental. Pese a la modernidad del concepto, que aparece con las revoluciones burguesas, se afina con la revolución industrial y adquiere un contenido más preciso con el romanticismo europeo de la segunda mitad del siglo XIX; se ha convertido para muchos en una entelequia cuyo origen quiere verse en las primeras civilizaciones que poblaron lo que desde 1821 es el territorio del Perú republicano.
De alguna manera, la vieja división colonial entre la república de españoles y la república de indios, subsiste en estas corrientes ideológicas. Durante la Colonia, el asunto fue abordado y resuelto de acuerdo a la noción europea, cuando se forman los estados nacionales y al tipo de cristianismo imperante. Esto suponía asumir como identidad los términos impuestos por el régimen político despótico y teocrático del Virreinato. Lo que le daba identidad a la sociedad colonial de españoles e indios era su vinculación absoluta con la Iglesia Católica y el Emperador, en una época en la que la Contrarreforma afianza el carácter universal del Imperio a partir de su fe católica. El feudalismo colonial reforzó en el plano social y económico, ese carácter.
Con la Independencia llega a su fin esta sociedad despótica y teocrática, aunque muchos factores continúan vigentes. La República replantea el debate sobre la existencia de la nación, por la clara marginación de los indios reducidos a la servidumbre. La corriente indigenista, nace en los escritos de Juan Bustamante y de Manuel Gonzalez Prada en la segunda mitad del XIX. Más tarde aparecen lo que Tamayo Herrera llama los “tres tipos de indigenismo” que a su juicio son el cusqueño, el puneño y el limeño [8]. Los cusqueños van a elaborar posiciones donde lo andino es el eje de la nacionalidad, tal como lo afirman Luis E. Valcárcel y Uriel García. En Puno, el grupo Orkopata que edita el Boletín Titikaka le va a dar un sesgo más bien cultural. En el caso limeño hay diversos matices, entre ellos el de la Asociación Pro Indígena de Pedro Zulen y Dora Mayer, que percibe la cuestión indígena desde una visión paternalista. Luego la influencia marxista convierte el problema del indio en una reivindicación económica y social, tal como se expresa en las propuestas de José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre.
Quizás estos últimos sean los que más se alejaron de una definición étnica, acercándose a una definición política del problema. El sesgo étnico, definitivo en la idea lingüístico cultural de la nación, ha pesado como una loza en casi todos los esfuerzos por definir “lo peruano”, desde la Conquista. El dilema acerca de si el núcleo de la nacionalidad es lo español, lo indígena o lo mestizo, ha desgarrado a varias generaciones de ensayistas y no ha sido ajeno a formulaciones racistas.
El debate sobre la identidad peruana sigue enfrentando a los que se adhieren a la propuesta de la etnicidad como sustento principal de su ideología. De ello se han derivado tendencias racistas que alimentan lo que Nelson Manrique considera el principal obstáculo para la construcción de una ciudadanía extendida [9]. Este es parte del problema de fondo, pues la idea de la comunidad nacional es pensada por la mayoría de autores desde lo étnico y cultural, que supone recrear los valores imaginados de la comunidad antigua, inevitablemente pre moderna y no democrática. Otros han usado la identidad territorial y la voluntad de vivir juntos al estilo de Ernest Renan. No se ha puesto el acento en el problema de fondo, que si la nación quiere organizarse necesita una estructura política, que inevitablemente va más allá de los factores culturales y raciales.
A lo étnico-cultural se le ha dado un carácter esencial, como una categoría con existencia real que supone que los seres existentes permanecen idénticos en el tiempo, cuando la identidad, como apunta Claude Dubar “no es lo que permanece necesariamente idéntico, sino el resultado de una identificación contingente” [10]. Esto quiere decir que de acuerdo a los contextos hay diversas identidades que cambian con las generaciones. Por tanto la imaginación colectiva varía y el sentido de pertenencia tiene que entenderse de otra manera. No tanto porque se recuerde un “pasado glorioso” o se pretenda restablecerlo, sino porque es imprescindible edificar la institucionalidad orgánica que permita la convivencia.
Estas precisiones son necesarias porque la ambigua concepción de la nación en términos étnicos, ha llevado a que se difunda la idea de que la cuestión de fondo de la sociedad peruana y de su estructura política, es que no reconoce que se trata de una sociedad pluriétnica y multicultural. Esta definición no sólo no resuelve el problema de la precariedad política del Estado peruano, sino que resulta peligrosa. No hay sociedad humana que no se haya formado por una sucesiva mezcla de etnias y culturas. Cierta corriente que ha reinterpretado el borroso indigenismo de las primeras décadas del siglo pasado, sostiene que la debilidad política de las instituciones democráticas en el país se debe al no reconocimiento de la multiculturalidad de origen étnico. Incluso difunden la idea de que la democracia no es factible en una sociedad diversa, sin tomarse siquiera el trabajo de contrastar la pluralidad étnica mucho mayor de las sociedades más consistentes y avanzadas en términos de organización democrática del mundo actual.
El dilema es que los ideólogos del multiculturalismo se colocan en el terreno del conflicto, desde donde la identidad étnica se convierte en excluyente. De ese modo, se ataca la pluralidad como expresión de la convivencia democrática, pues no se entiende el reconocimiento recíproco como norma elemental del comportamiento social. Esta corriente se empeña en fabricar diferencias al crearlas artificialmente, para lo que recurre a “identidades” más o menos remotas que le permitan construir su explicación ideológica.
Esta tendencia es impulsada por ciertas corrientes políticas y antropológicas, que se empeñan en resucitar estrechas identidades tribales que fueron diluyéndose con el desarrollo del mercado. Al recrear estas diferencias y reclamar derechos de grupo por encima de los derechos fundamentales, abren un espacio de confrontación que dificulta la construcción de la paz intercultural.
El neoliberalismo autoritario
El neoliberalismo apareció en el debate académico y político como respuesta a la creciente intervención del Estado en la economía luego de la I Guerra Mundial. Parte de la idea de que la libertad política sólo es posible si hay libertad económica, si el poder político no interviene en el funcionamiento del mercado librado a la ley de la oferta y la demanda. Desde los académicos de la Escuela de Friburgo en la Alemania de la década del veinte hasta los de la Universidad de Chicago en los cincuenta, propusieron un esquema donde la libre competencia y la libre concurrencia, forman los precios y donde el mercado es la institución natural que permite que los hombres establezcan relaciones entre sí y satisfagan sus necesidades.
Quien mejor expone estas tesis es el economista austriaco Friedrich von Hayek, crítico del constructivismo racionalista. Para este autor, la sociedad bien ordenada se sustenta en la libertad de los individuos y en la espontaneidad social, por lo que su buen funcionamiento requiere abolir las pretensiones racionalistas. La racionalidad es siempre limitada pues no somos capaces de conocer la realidad, por lo que renuncia a cualquier interpretación metafísica. Cree en el evolucionismo de las estructuras mentales, que lo lleva a rechazar la filosofía cartesiana de categorías universales y necesarias. Más bien piensa en reglas aprendidas en un procedimiento de ensayo y error, que permiten operar en los hechos sociales, siempre espontáneos. De aquí se deriva la ficción de la “mano invisible”, puesto que las pautas de comportamiento repetidas al azar y fruto de infinitas iniciativas individuales, acaban por beneficiar al conjunto.
Inspirado en la escuela de la Ilustración escocesa del siglo XVIII y en el gobierno de la ley, acepta la sabiduría oculta de las instituciones tradicionales y consagra al mercado como el modelo del orden espontáneo.
El capitalismo competitivo resulta entonces la base de la libertad política, razón por la que el intento estatal de regular la economía debe reducirse al mínimo y si es posible, desaparecer. En todo caso, como explicaba con claridad Adam Smith, el Estado existe para defender la propiedad privada.
Estas ideas se difundieron en el Perú desde fines de los años cuarenta, siendo su principal promotor el diario La Prensa de Pedro Beltrán Espantoso. Por décadas, este periódico se convirtió en el gran propagandista de las ideas de la libertad económica. Su ciclo terminó con la dictadura militar de Velasco y Morales Bermúdez, pero sus ideas fueron retomadas luego del triunfo de conservadores y republicanos en Gran Bretaña y los Estados Unidos en 1980.
Hacia fines de esa década y a raíz del clima político creado por la frustrada estatización de la banca durante el gobierno de Alan García Pérez, la derecha resucitó la vieja consigna de la libertad de mercado. El escritor Mario Vargas Llosa se puso a la cabeza de esta corriente. Los avatares de la política llevaron a que su rival en las elecciones de 1990 aplicara desde el gobierno las políticas neoliberales.
Alberto Fujimori dio forma a un gobierno que impuso las recetas neoliberales mediante un formato autoritario. Esta mezcla le permitió neutralizar a los partidos y reducir el papel de los sindicatos. Desmontó la presencia del Estado en la economía, mediante una intensa campaña de privatización de empresas productivas y de servicios.
Carlos Boloña, el ministro de Economía que se encargó de imponer las pautas neoliberales, resumió con claridad el proyecto aplicado en lo que calificó como los cinco principios, las cinco reformas y los cinco resultados del programa económico [11]. Los principios se refieren a la economía de mercado, la propiedad privada, la apertura al exterior, el Estado pequeño, la igualdad ante la ley; las reformas se refieren a la vigencia absoluta de la oferta y la demanda, la desregulación, la preeminencia de la empresa privada y la privatización de todas las empresas estatales. Las políticas deben centrarse en una reforma del Estado que garantice la generalización de la ley de oferta y demanda.
El neoliberalismo como propuesta política se centra en la limitación extrema del papel del Estado, en su esfuerzo por definir su rol “subsidiario” y en su permanente ataque contra los partidos políticos y los sindicatos.
Como se ha mencionado, para Hayek las fórmulas racionales en el manejo de la economía resultan un esfuerzo inútil. El predominio absoluto del mercado debe concebirse como el espacio que permite la interrelación de múltiples iniciativas, en las que cada individuo actúa por decisión soberana. Esta autonomía privada, autosuficiente facilita una selección natural que resulta en un mundo de ganadores y perdedores. Este orden social se autorregula en función de las relaciones que se establecen entre los agentes económicos. Se ordena a sí mismo sin la intervención de ninguna voluntad racional. Por tanto no es necesaria sino más bien prescindible la existencia de organizaciones políticas y sociales que pretendan regular la economía y orientar la redistribución social de la riqueza.
Sus alternativas de organización del Estado resultan bastante peculiares, pues pretende que el sistema político funcione con dos asambleas, una legislativa y otra gubernamental, elegidas por largos periodos de tiempo y donde los electores y los elegidos sean gente mayor de 45 años.
Aunque el neoliberalismo criollo no ha llegado aún a esos extremos, su prédica es permanente contra las instituciones de autogobierno, los partidos y los sindicatos. Desde esta posición, el autogobierno organizado constitucionalmente, en el Congreso Nacional, las asambleas regionales y los concejos municipales, debe discutir lo menos posible y ser numéricamente reducido. La existencia de un sistema consolidado de partidos, que ciertamente tiene que articularse en el régimen parlamentario tampoco es vista con simpatía, criterio que se extiende hasta la negación en el caso de los sindicatos.
El neoliberalismo tiene efectos contraproducentes al restringir el acceso al mercado de las grandes mayorías, por lo que acaba siendo antidemocrático. Su discurso a favor del estado mínimo y su metáfora de la mano invisible, lo lleva inevitablemente a disminuir los alcances de la democracia como autogobierno. Las expresiones organizadas de la sociedad, como hemos señalado, lo incomodan, pues tratarán siempre de regular el mercado para superar la inevitable desigualdad que crea la concentración y centralización del capital. En el Perú su mayor éxito ha sido la desaparición de los sindicatos como fuerza negociadora. No hay empresa que no exija a sus trabajadores no sindicalizarse. Así creen haber resuelto el problema de la “paz laboral” pero al mismo tiempo, irracionalmente, han eliminado al interlocutor válido para negociar sobre los problemas que se les presente, ya sea tanto en la empresa como en la rama productiva.
Mientras los sindicatos son un factor clave en el capitalismo avanzado y en las sociedades ordenadas, en el Perú se han convertido en un anatema. Algo semejante aunque no exactamente lo mismo, sucede con los partidos. Desde 1990 se ha producido una colonización de la política por parte del mundo de los negocios y del comercio. Buena parte de los parlamentarios que han sido elegidos en los nuevos e improvisados grupos electorales, responden sobre todo a intereses particulares. Incluso los gabinetes ministeriales son hegemonizados por empresarios y en la actividad pública se ha impuesto el criterio mercantil del “costo-beneficio” por encima de los valores republicanos Es visible el peso adquirido por el poder del dinero y la injerencia notoria de los grandes grupos empresariales transnacionales y de los núcleos financieros, mineros, industriales y de propietarios de medios de comunicación. Así se ha debilitado el concepto mismo de representación nacional y de ejercicio de la política en función del interés general.
Parte de este esquema negativo es la búsqueda permanente del “outsider” por parte de los grupos empresariales y de sus publicistas. En cada proceso electoral de los últimos años, han tratado por todos los medios de evitar que los partidos democráticos se reconstituyan. Encontrar un “outsider” en cada elección resulta un buen negocio, pues aprendieron con Fujimori que rápidamente puede ser copado por el poder económico.
El neoliberalismo como propuesta económica no se ha convertido en una fuerza política orgánica. Influye desde sus posturas empresariales y sus “think tank” en los medios y en diversos partidos. Su concepción utilitarista de la política hace que su pragmatismo le permita el acomodo fácil, con quien sea que defienda y aplique sus puntos de vista. Su apuesta por la democracia no es de principios y están dispuestos a recurrir a un régimen autoritario apenas lo consideren conveniente. Por delante están los negocios y los intereses del capitalismo transnacional, que los lleva a defender hasta la intransigencia la Constitución que la dictadura fujimorista impuso en 1993. Respaldan la consagración del modelo económico y la concentración de poderes en el Presidente de la República, así como la consiguiente restricción de las atribuciones parlamentarias.
Justifican su postura desde su singular versión de la historia peruana, donde la causa de todos los males proviene, para ellos, del estatismo velasquista. Esa dictadura militar introdujo una fuerte presencia del Estado en la economía entre 1968 y 1974, que se prolongó hasta las privatizaciones de los noventa. Sin embargo, lo que los neoliberales tratan de desconocer es que desde mediados del siglo XIX hasta 1968 la economía peruana y la organización del Estado, respondieron a las pautas del libre mercado y la apertura al dominio imperialista [12]. Luego, desde la caída de Velasco, el régimen empezó a liberalizarse, tendencia que continuó en los ochenta hasta la restauración neoliberal de los noventa.
Cuando el neoliberalismo se perfila como discurso político y pone en el blanco a las instituciones del autogobierno democrático, a los partidos políticos y a los sindicatos, se convierte en una traba para la construcción de la ciudad política. Sus críticas a la representación nacional en el Congreso, a los gobiernos regionales y municipales, no son gratuitas, sino que están dirigidas a debilitar sus atribuciones y desmerecer sus decisiones como instancias de la soberanía popular. Pieza destacada de su catecismo es el discurso contra las empresas públicas y contra la regulación estatal Lo mismo sucede con su permanente ataque contra las políticas sociales que buscan la redistribución de la riqueza para lograr la cohesión social. Su pretensión de que los órganos del autogobierno y los partidos se sujeten a las leyes del mercado tiene como objetivo trastocar la supremacía del interés común sobre el particular.
Al extender las leyes del mercado sobre la política y la sociedad, tratan de arrinconar los valores republicanos, que no se sustentan en las razones utilitarias del costo beneficio, sino en las leyes del diálogo. El individualismo metodológico se enfrenta al concepto mismo de res publica como “sistema político de todos en el interés de todos” [13], que debe alcanzar, para que funcione, un sistema político equilibrado, distribuido uniformemente entre sus componentes.
El izquierdismo sindical y político
Otra posición que también dificulta la construcción de la sociedad política, es la que tiene que ver con la antigua herencia anti sistema que se originó en el Partido Comunista de los años treinta del siglo pasado. El PCP nació como la sección peruana de la III Internacional y en sus primeros años organizó su trabajo entre la clase obrera y los sectores populares desde la perspectiva del carácter inminente de la revolución obrero-campesina.
El PCP se colocó en la primera línea del combate a la dictadura de Sánchez Cerro, igual que los apristas, aunque cada cual con su propia estrategia. En su caso lo hizo desde la perspectiva del inevitable estallido revolucionario. Estaban convencidos de que la economía se encontraba en una situación incierta, próxima a la crisis. La tarea en ese sentido, consistía en acelerar las contradicciones para que avance el proceso revolucionario. Los comunistas esperaban que la crisis económica trajera como consecuencia el ascenso de la lucha de masas, que generase una nueva ola revolucionaria, después de la derrota de las insurrecciones apristas de 1932. Lanzaron la consigna de la huelga revolucionaria de masas, convencidos de que los movimientos reivindicativos del momento podían ser canalizados en esa dirección [14].
En las elecciones de 1931 adopta una posición más bien propagandística, mezcla del clasismo de las consignas revolucionarias de la III Internacional y los planteamientos del fundador del Partido Socialista, José Carlos Mariátegui. Para éste, la lucha por el poder se iba a dar en el largo plazo, luego de una paciente construcción de los factores que lo permitiesen. En el segundo lustro de la década del 30, el PCP siguió la línea internacional de propiciar los frentes populares con otros movimientos de masas, lo que llevó a proponer alianzas con los apristas. A fines de esa década tuvo cierto acercamiento con el gobierno de Manuel Prado y en 1945 apoyan el Frente Democrático Nacional.
Su política clasista en un país poco industrializado y su voluntarismo revolucionario al imponer consignas alejadas del sentimiento popular, no le permitieron tener mayor capacidad de convocatoria. De hecho el aprismo con su discurso de frente único de trabajadores manuales e intelectuales y su persistente actuación electoral, pese a estar ilegalizado por la propia Constitución de 1933 al igual que los comunistas, lo desplazó de la conducción del movimiento de masas.
Siempre activo en el movimiento sindical, en particular en los gremios mineros y en los sectores más modernos de la industria, el PCP se consolidó como una combativa minoría política, a la espera del auge revolucionario. Su determinismo económico no le permitió tener propuestas programáticas sobre la organización del Estado. Su escaso respaldo electoral contribuyó en ese sentido. La división del comunismo internacional en los años sesenta, el triunfo de la revolución cubana y los períodos de lucha reivindicativa de amplios sectores populares, lo llevaron a tener una importante incidencia en el curso de la vida política, aunque ya no como una sola organización.
Desde el segundo lustro de los años sesenta, se formaron dos corrientes importantes. Una vinculada al Partido Comunista soviético y la otra al maoísmo chino. De esta última, como se sabe, se escindió el núcleo que formó Sendero Luminoso. Los pro soviéticos se asentaron en sectores relevantes de la clase obrera mientras que los maoístas de Patria Roja lo harían entre maestros y estudiantes.
Al término de la dictadura militar de los setenta, que los comunistas pro soviéticos calificaron como “progresista”, ambas vertientes se reencontraron junto con otras, en la coalición Izquierda Unida. Desde su participación en la Asamblea Constituyente de 1978, las organizaciones de izquierda provenientes del viejo tronco del PCP y de escisiones pro cubanas del APRA, demostraron que su vigencia estaba vinculada más a las luchas sindicales y sociales, que a propuestas de gobierno.
Su actitud frente al nuevo período de refundación constitucional de la República fue ambigua. Al participar en las elecciones, superaron el viejo izquierdismo anti-sistema de los años treinta y entraron de lleno al camino democrático. Si bien existían como antecedentes el Frente de Liberación Nacional y la Unidad de Izquierda en los años sesenta, esa participación instrumental fue cortada en sus consecuencias por el golpe militar de 1968. La asimilación de la democracia con el difuso proyecto socialista de las fuerzas identificadas como marxistas leninistas no fue un proceso sencillo. De alguna manera sobrevivía el voluntarismo revolucionario, que creía ver en cada crisis económica y en cada movimiento social, el inminente estallido del capitalismo y de la democracia “burguesa”. Esta percepción se contradecía con la fuerte representación institucional que la Izquierda Unida lograba en el parlamento, en los municipios de las principales ciudades del Perú y luego en las regiones, lo que obligaba a poner en la agenda la capacidad de gestión del aparato estatal.
La realidad convirtió a los representantes de la IU en defensores de los derechos constitucionales y los llevó a proponerse como alternativa de gobierno. Algunos de sus núcleos más radicales, caracterizados por sus tendencias insurreccionales, como los provenientes de la llamada “Nueva Izquierda” de los años setenta, asumieron sin mayor reflexión aunque con notable intensidad, la doctrina liberal de los derechos humanos como su bandera de acción.
El complejo proceso en el que se comprometen, les hace entender lo que la vieja izquierda democrática descubrió tiempo atrás, que la democracia y el socialismo son compatibles. Incluso la filosofía liberal sobre los derechos humanos y la división de poderes, se puede integrar legítimamente en esta concepción.
La contradicción entre el romanticismo revolucionario y el pragmatismo del buen gobierno que reclaman las instituciones, dio lugar a múltiples confrontaciones internas. Acicateados por la violencia terrorista y la acezante presencia senderista en el electorado más empobrecido de la IU, las respuestas frente a los grupos alzados en armas revelaron una posición vergonzante en la defensa del sistema democrático.
Estas incoherencias minan el proyecto de IU de transformarse en un solo partido. En ese propósito la media docena de partidos y movimientos que formaban la coalición electoral, dieron pasos significativos, como la adopción de lineamientos programáticos y la formulación de planes de gobierno comunes, al punto que se intenta en varias oportunidades empadronar a la militancia para encuadrarla en una disciplina colectiva.
Tal antinomia fue fácilmente percibida como un doble lenguaje, pese a que en la práctica, IU se había convertido para todos los efectos, en una fuerza constitucional y en una opción de la democracia social. Algunos de sus líderes no entienden del todo la nueva situación a la que arriban, gracias al importante respaldo ciudadano, que alcanza hasta un tercio de los electores. Esto derivó en una delirante pugna entre “reformistas” y “revolucionarios” que se selló con la división de la IU en su primer Congreso realizado en 1989, cuando encabezaba las encuestas para las elecciones de 1990.
Desde entonces la IU tuvo una larga agonía que culminó con la disolución del pequeño núcleo superviviente tras las elecciones de 1995. El resultado electoral devolvió a la izquierda marxista a la condición marginal que la caracterizó hasta 1978. En los últimos diez años los actores de ese núcleo (Patria Roja, el PCP de antigua filiación pro soviética y el Partido Unificado Mariateguista), fieles al antagonismo que hizo estallar la por momentos exitosa coalición, intentan recomponerla cada cual por su lado.
Pese a que algunos de ellos han renunciado formalmente al marxismo leninismo y otros siguen esa ideología como una vaga seña de identidad, su convocatoria ciudadana es reducida. Mantienen cierta presencia en el movimiento sindical que ha sobrevivido a la ola neoliberal y una escasa votación. Los grupos que como el Movimiento Nueva Izquierda (Patria Roja) han logrado sostenerse en el sindicato de maestros y hasta cierto punto en sectores de la juventud universitaria, están mejor articulados con las demandas gremiales, lo que les permite tener presencia nacional. La actividad sindical, como sucede también con la dirigencia de la CGTP, asociada en su mayoría al antiguo Partido Comunista, marca su actuación política. Su legitimidad depende entonces de la eficacia que demuestren para defender los intereses de esos segmentos de la sociedad.
Un obstáculo a su definición democrática es que si bien actúan como fuerzas de la democracia social dentro de los marcos constitucionales, en la línea de lo avanzado conjuntamente en los ochenta, su adhesión pública a las obsoletas dictaduras de molde estalinista que aún subsisten en el mundo, les causa el mismo efecto de bumerán que las viejas contradicciones que pulverizaron la IU.
Hay que añadir las concepciones insuficientemente desarrolladas que manejan sobre el Estado republicano y democrático, que los lleva por ejemplo, a tener una fuerte vocación en defensa de los derechos humanos y al mismo tiempo a no entender su fundamento liberal. En consecuencia no plantean adecuadamente la relación entre la libertad negativa y la libertad positiva, por lo que no contribuyen de la mejor manera a la construcción de la comunidad política.
La búsqueda de modelos “comunitaristas” o la referencia a los “derechos de los pueblos” para explicar su propia práctica liberal como activistas de los derechos humanos, les impide articular un discurso consistente. Si dejaran de lado esas dudas y se convencieran que las dictaduras de cualquier clase son enemigas de la libertad, podrán superar su condición de socialdemócratas inconclusos y seguir el camino de los ex comunistas del este europeo o de buena parte de las fuerzas populares de América Latina, incorporadas en la Internacional Socialista.
La pérdida de referentes ideológicos ha hecho que algunos intelectuales de izquierda se refugien en vertientes extrañas, como el comunitarismo o el multiculturalismo. Siguiendo estas corrientes del mundo académico norteamericano, en nada ajenos a la inspiración religiosa, los comunitaristas resaltan los valores de la comunidad tradicional y los contrastan con los derechos individuales, el sentido moral de la vida de inspiración kantiana y la propia idea de la justicia como equidad [15]. En su versión más radical, atacan la filosofía de la Ilustración para resucitar valores arcaicos. Esto los lleva a sostenerse en una visión premoderna del mundo como totalidad compartida, que niega el pluralismo.
Los multiculturalistas, por su lado, se empeñan en acentuar las diferencias étnicas hasta el extremo de reclamar la “ciudadanía étnica” en aterradora cercanía con el apartheid sudafricano o la doctrina de las “limpiezas étnicas” que destrozaron Yugoslavia. El resultado es la negación esencial de la universalidad de la propia categoría, con lo que a su vez, quieren imponer como absolutas las cosmovisiones premodernas. Coinciden pues con las posiciones del indigenismo de los años veinte, por aquello de que la “esencia” de la nación peruana es lo “andino”, que la historia ha convertido en inextricable mezcla de etnias. Le agregan como novedad, la revaloración de las dispersas y poco numerosas comunidades amazónicas.
¿Democracia representativa versus democracia participativa?
En los años sesenta como consecuencia de una serie de movimientos sociales en diversos lugares del mundo, se planteó la idea de la democracia participativa como una forma de superar las limitaciones de la democracia representativa. Se le acusa por reducirse a la formalidad institucional y al ejercicio periódico del sufragio, sin permitir mayor participación ciudadana en la toma de decisiones y en la práctica del poder. En la actualidad, quienes reformulan esta noción, la presentan como la alternativa finalmente encontrada ante los límites de la democracia “burguesa” o desde posiciones más moderadas, como un factor complementario.
Sus limitaciones teóricas han sido demostradas por Sartori, para quien la participación consiste en tomar parte de manera personal e intensa en las decisiones de grupo. El grupo por su vocación de servicio, se postula como una vanguardia de la opinión pública sobre la que quiere influir. La potencia de la acción personal estará entonces con relación al número de participantes en la toma de decisiones. Será más importante cuanto menor sea el número y se diluirá en la medida en que haya una mayor cantidad de concurrentes. Entonces la acción del participacionista se reduce a la microdemocracia, a pequeños grupos de base del sistema político, siempre a ras del suelo, por lo que no llegan a la altura de los centros de decisión del Estado [16].
En su versión más amplia, cae en el asambleísmo, una forma de manifestación grupal cuyo tamaño disminuye la fuerza de la acción personal y a su vez le coloca límites espaciales y temporales a su propia intensidad. Si la asamblea quiere crecer tiene que recurrir inevitablemente a formas representativas y en cuanto lo hace pone en claro que su convocatoria se limita a los adherentes del propio grupo involucrado, pues finalmente, expresa los intereses propios de determinados segmentos sociales que actúan por sus intereses particulares.
Los límites y las posibilidades del participacionismo son demostradas por Sartori, cuando explica que se trata de “una exasperación activista del participante”, pues se refiere en realidad, a la exigencia de los activistas para reconocer su actuación en la diversidad de expresiones sociales que se dan en una democracia. El problema surge cuando esta intensidad puesta al servicio del público, trata de convertirse en un modelo alternativo al carácter representativo de la democracia y en una crítica a sus instituciones. En la versión sensata, el activista admite la representación y el voto.
Para comprender mejor este debate, hay que señalar que el contexto que ha dado curso a su difusión, tiene mucho que ver con la desaparición de la IU como referente. Su extinción trajo como consecuencia el refugio de un importante sector de sus militantes en instituciones privadas de lucha contra la pobreza. A partir del gobierno transitorio del presidente Valentín Paniagua, se crearon las “mesas de concertación de lucha contra la pobreza”, donde estas organizaciones junto con otras religiosas y con delegados de organismos públicos, discuten, sugieren y evalúan políticas para combatir este flagelo.
La experiencia obtenida, sin duda interesante, ha intentado ser elevada a un plano conceptual y hasta orgánico, de forma tal que los activistas han encontrado un sucedáneo a su antigua militancia. Al lado del tema de la pobreza se han puesto otros en la agenda “participacionista” de las organizaciones no gubernamentales, como el apoyo a la descentralización y a la defensa del medio ambiente.
Los activistas han encontrado así un terreno perfecto para canalizar sus inquietudes ciudadanas, aunque la intensidad de su actuación los lleva al mismo problema que atenazó el proyecto de IU, cuando se restringió a la dinámica sindical. La efectividad de su acción está subordinada al número de gente que interviene en los grupos, donde a su vez son delegados de instituciones privadas. Allí encuentran que no representan a un número significativo de ciudadanos, por más que se definan como parte del tejido de la sociedad civil. Pronto descubren que desde el espacio privado no tienen capacidad para tomar decisiones de gobierno, pues son finalmente gobernados. En ese momento resurge la necesidad de la organización partidaria para tener una efectiva presencia política.
El participacionista cuando quiere ampliar su propuesta, se topa con la valla infranqueable del asambleísmo. La idea de canalizar la presencia de los ciudadanos más activos en la toma de decisiones tiene allí sus propios límites. Si quieren ir más allá, tienen que arriesgarse a probar que representan a alguien más, cosa que sólo se puede lograr organizándose en un partido político que solicite el voto de los ciudadanos. Entonces, vuelven a recurrir a los mecanismos de la representación y del sufragio.
Vale la pena subrayar que la trampa se la ponen solos. Por ejemplo, uno de los ideólogos locales del participacionismo la define “como la expresión directa y permanente de la población en los asuntos públicos...complementaria a lo que es la representación” [17]. Es evidente la referencia a la democracia directa de la pequeña polis ateniense, pero no tiene como explicar que en una sociedad de varios millones de ciudadanos pueda llevarse a la práctica esa expresión “directa y permanente de la población”. Sería como imaginarse un ágora de 15 millones de ciudadanos, reunida siempre, como reclama sin darse cuenta de las consecuencias, nuestro pensador. Si quisiera seguir, acaba por llegar al mismo punto que Condorcet le encaraba a los jacobinos en la asamblea revolucionaria, que una sociedad numerosa y compleja tiene que admitir la representación.
Sus promotores evalúan que la democracia participativa implica espacios de negociación y concertación entre los ciudadanos y las autoridades democráticamente elegidas. Percepción inocua en apariencia, que se explica porque sus propulsores han dejado de lado la herramienta que normalmente permite realizar esa tarea en cualquier democracia ordenada: el partido político. Así sale a la luz la carencia más sentida por los activistas del participacionismo, porque la pregunta es a quienes representan ellos mismos, más allá de las pequeñas instituciones privadas en las cuales trabajan. Para resolver la incógnita, están obligados a recurrir directamente al voto ciudadano para medir su propio grado de representatividad.
En realidad más que un modelo alternativo de democracia, lo que promueven es una saludable vinculación entre organizaciones de la sociedad civil con instituciones públicas. Es lo que Philippe Schmitter llama ahora con mayor acierto “neocorporativismo” y que el aprismo, inspirándose en el socialismo inglés de los años veinte, denominó democracia funcional. Diversos canales de expresión corporativa se han incorporado en el sistema político peruano en los últimos años. Fueron propuestos en los ochenta para articular la presencia de instituciones de la sociedad civil en los gobiernos regionales, iniciativa que ahora se extiende al nuevo proceso de regionalización y a los municipios. Otra fórmula que apunta en ese sentido es la del presupuesto participativo, que es un mecanismo de consulta pública a través de los municipios.
Finalmente se trata de un falso dilema, puesto que la democracia representativa incluye por definición mecanismos de participación ciudadana, que pueden ampliarse y profundizarse sin menoscabo de comprender que la posibilidad de transformar la voluntad ciudadana en voluntad estatal se da mediante la constitución de los partidos políticos como expresión de la pluralidad social.
El sistema de partidos es el instrumento que permite vincular los múltiples y diversos intereses de la sociedad civil con el ejercicio del poder político. Es a través de ellos que los grupos privados pueden y deben canalizar sus intereses. No impide que tengan canales de vinculación corporativa con el Estado, que les permita contribuir a la formación de las decisiones públicas. No debe perderse de vista que en la democracia, el autogobierno se sustenta en la representación ciudadana, se consagra con el sufragio universal y se expresa en las asambleas constitucionalizadas, como son el parlamento nacional y los concejos de los gobiernos subnacionales.
La comunidad política como democracia social
La construcción de la comunidad política se encuentra trabada por una serie de discursos contrarios a los ideales republicanos, liberales y democráticos. El enemigo principal de este propósito es el autoritarismo en sus diversas manifestaciones. Desde la fundación del Estado republicano, las dictaduras militares o civiles han interrumpido frecuentemente el orden constitucional. En 184 años tenemos una docena de constituciones, además de estatutos provisorios y leyes de emergencia, que suspendían la vida constitucional en nombre de la arbitrariedad.
No ha existido pues la posibilidad de generar un consenso lo suficientemente fuerte como para garantizar un acuerdo constitucional duradero. La indefinición existente en la actualidad frente a la vigencia de la Constitución democrática de 1979, es un claro indicador.
Temas fundamentales siguen sin resolver. Si se quiere edificar sobre cimientos sólidos la ciudad política, hay que aceptar ciertos principios, como por ejemplo que el gobierno se base en la ley y no en los hombres y que se sustente en la voluntad de los miembros de la comunidad. Aceptar el gobierno de las leyes es un paso que requiere comprender que hay que apoyarse en un marco jurídico cuyo componente son los derechos humanos.
La relación de los derechos humanos con la soberanía popular, es una fórmula concreta que vincula el paradigma de las libertades con el de la república, para hacerla definitivamente democrática y social. Los derechos humanos constituyen la autonomía ética de la persona cuya realización debe ser propiciada por los organismos de autogobierno. Una concepción de estas características, obliga al Estado a generar las condiciones para que los ciudadanos puedan desarrollar sus capacidades, a partir de la igualdad de oportunidades.
La afirmación de que todos sean reconocidos en sus derechos, y que estos sean lo más extensos, obliga a construir una comunidad política democrática. Así se legitima el poder y se sostiene en la medida en que los ciudadanos construyen consensos fuertes que permitan la igualdad para la realización de los derechos, lo que demanda a su vez el imperio del diálogo y la comunicación, expresados pluralmente. La política se ubica como mediadora entre el interés privado y el gobierno. Su principio no es el costo-beneficio, que corresponde a la dinámica del mercado (a su vez sólo una parte del sistema económico), sino el que propicia las leyes del diálogo, que permiten el mutuo entendimiento.
Articular esta opción supone una sociedad de iguales. Su realización reclama medidas de justicia social que haga realidad la igualdad de oportunidades. Avanzar hasta ese nivel supone no sólo desechar las visiones autoritarias, sino también las darwinianas que justifican las desigualdades que crea permanentemente el mercado capitalista con el prejuicio de que siempre habrá perdedores. Si los “perdedores” forman bolsones de pobreza que llegan a superar la mitad de la sociedad, esa sociedad es inviable. La regulación social del mercado que armonice la iniciativa privada con el interés público deviene en un elemento crucial para la comunidad política.
Los partidos políticos como expresión del pluralismo, son determinantes para consolidar la sociedad política. Son el canal principal para articular la participación ciudadana en la administración del Estado, mediante el ejercicio del sufragio universal y la garantía para que las instituciones del autogobierno funcionen.
Un proyecto así apunta al fortalecimiento institucional del Estado sobre la base de principios de convivencia democrática. Supone la solidaridad necesaria para que mediante la tributación progresiva, el Estado pueda redistribuir la riqueza mediante políticas sociales.
Una visión de este tipo requiere reinterpretar el concepto de nación, sacándolo de los estrechos límites del culturalismo. Hay que comprender que lo que está en formación es la organización política de la nación, entrampada por el autoritarismo y otros discursos divergentes como los que hemos reseñado. Construir la comunidad política como nación de ciudadanos, significa ponerse de acuerdo sobre un consenso fuerte que haga descanar los cimientos de la estructura del poder sobre los derechos fundamentales de los ciudadanos y en el ejercicio pleno del sufragio universal, instrumento esencial de la soberanía popular.
Debe retomarse el viejo discurso que fundó la República, inspirado en la Constitución de Cádiz, la tercera en la secuencia de las grandes revoluciones republicanas y liberales, que reconoció la soberanía popular y el ejercicio de las libertades. Propuesta inacabada, frenada por el divorcio social que impuso la sobrevivencia feudal y por las dictaduras que negaban la soberanía democrática.
Refundar la República mediante la democratización del Estado es el proyecto que permitirá culminar el proceso frustrado. Sólo es posible si se entiende que la ciudad política se sustenta en la cohesión y la solidaridad social, en la igualdad y la justicia como pilares de la representación y la participación ciudadanas. Es una apuesta que no reconoce fronteras, pues su objetivo es compartir la universalización de los derechos ciudadanos por encima de los estados y las naciones.
Notas:
[1] López Soria, José Ignacio: El pensamiento fascista. Mosca Azul Editores: Lima 1981.
[2] Anderle, Adam: Los movimientos políticos en el Perú. Casa de las Américas: La Habana, 1985; p. 294
[3] Anderle, Adam. Op.cit p. 295.
[4] Anderle, Adam Op. cit. p. 296.
[5] López Soria, José Ignacio Op. cit. p.26.
[6] Sartori, Giovanni: Elementos de Teoría Política. Madrid: Alianza Universidad, 1992; pp.291, 220.
[7] Locke, John. Ensayo y Carta sobre la tolerancia. Alianza Editorial: Madrid, 1999; p. 46.
[8] Tamayo Herrera, José: El pensamiento indigenista. Mosca Azul: Lima, 1981.
[9] Manrique, Nelson: Sociedad Enciclopedia Temática del Perú, Tomo VII. Editora El Comercio: Lima, 2004; p.36.
[10] Dubar, Claude: La crisis de las identidades. Ediciones Bellamar: Barcelona, 2002; p.11.
[11] Boloña Bher, Carlos: El programa económico peruano: 5x5x5 en El Comercio, Lima, 22 de agosto de 1996.
[12] Gootenberg, Paul: Caudillos y comerciantes. CBC, Cuzco 1997/ Thorp, Rosemary y Bertram, Geoffrey: Perú: 1890-1977, crecimiento y políticas en una economía abierta. Lima, Mosca Azul, 1985.
[13] Sartori, Giovanni: ¿Qué es la democracia?; p. 214.
[14] Anderle, Adam, Op. cit. pp.300-304.
[15] Holmes, Stephen: Anatomía del antiliberalismo. Alianza Editorial: Madrid, 1999 pp.121-158.
[16] Sartori, Giovanni, Op. cit. p 117.
[17] Chávez Achong, Julio: El fortalecimiento de la democracia participativa como condición para una efectiva descentralización. Red Perú: Lima, 2003; p. 55.